Un tema del que se habló mucho la semana pasada que ver con la aprobación de una iniciativa presentada ante la Cámara de Diputados, que tiene como propósito reformar la Ley de Instituciones de Crédito, con el objeto de que los fondos que integran cuentas de depósitos bancarios que permanecen inactivos, se destinen de inmediato al financiamiento de gastos de seguridad en los tres órdenes de gobierno. Se estima que el monto que hoy se encuentra resguardado en tales cuentas puede ascender a una cantidad de aproximadamente 75 mil millones de pesos.

Desde luego que hay un número importante de preguntas que podemos hacernos con relación a dicha reforma, y ​​no dudamos de que, llegado el momento, acabarán siendo los ministros de la Suprema Corte de Justicia los que acabarán por decidir si tal apropiación de fondos de los particulares son constitucionales y legítimamente válidas por parte del Estado.

La figura jurídica no es extraña, si se toma en consideración que, de hecho, ya antes la misma ley preveía que los fondos de cuentas inactivas se destinaran a la beneficencia pública.

Hay otras leyes que también han consagrado consecuencias jurídicas análogas:

La Ley del Seguro Social establece en su artículo 302 que los fondos de las cuentas de los trabajadores son imprescriptibles; sin embargo, si a los diez años no resultaron reclamados, el instituto podrá disponer de ellos libremente y sin necesidad de declaración judicial, sujeto a la única condición de constituir fondos de reserva para atender cualquier petición que, en algún momento, podría hacer valer los herederos o beneficiarios.

En el Código Civil para el Distrito Federal se prevé que las cosas abandonadas o de las que se ignoran la identidad de su dueño, pueden venderse después de cierto tiempo, con la finalidad de que los fondos que se obtienen en su remate se destinen en tres cuartas partes a la institución de beneficencia que determina el propio Gobierno local.

En el caso de los depósitos bancarios inactivos, sin embargo, nos preguntamos cuál podría ser la base constitucional.

Es cierto que, de acuerdo con la Carta Magna, todos los ciudadanos estamos obligados a contribuir al sostenimiento del gasto público de la manera proporcional y equitativa que disponen de las leyes. Es así que pagamos impuestos o derechos (por servicios del gobierno), entre otras contribuciones, que siempre establece la ley. Sin embargo, una cosa es cierta, el pago jamás podría comprender la totalidad del patrimonio del contribuyente público y tendría que destinarse a un gasto general; –las contribuciones no pueden etiquetarse para el financiamiento de algún programa en particular.

En algunos casos de utilidad pública, el gobierno constitucional está facultado para expropiar bienes a los particulares; sin embargo, debe de existir la declaratoria correspondiente y mediar justa indemnización. En este caso, no habría tal justificación, ni tampoco dicha medida compensatoria.

Es grave el hecho de que la ley no encuentre un sidero análogo en las disposiciones del Código Civil o del Seguro Social, ya que en el caso de los fondos depositados sí se conoce al dueño de la cuenta y, del mismo modo que la segunda podría declararse imprescriptible el derecho, en la medida en la que el depósito nació con motivo de un acuerdo de voluntades que no se habría roto ni incumplido por parte de la sucesión del cuentahabiente.

Es grave igualmente que, por cuanto a las previsiones constitucionales que imperativamente deberán cumplirse, se soslayen los principios tributarios en el ámbito de la igualdad y la proporcionalidad o de utilidad pública atinente a toda expropiación. El hecho de que se defina un ámbito de destino pervierte la función pública que habrá de inmiscuirse en la vigilancia de la administración de las cuentas inactivas a cargo de la banca

De todo lo anterior, hay un tema singular que, en la época en que vivimos, viene a resonar nuevamente en el fondo de la estabilidad constitucional: el peligroso destino de los recursos que, en estas condiciones, se acabarán “confiscando”.

Cualquier manual de principiantes enfocados al estudio de la democracia como modelo de gobierno y de vida ilustrará que no es beneficioso para ésta el recompensar monetariamente a las fuerzas armadas porque las corrompe y las motiva a perseguir un fin económico al que no será totalmente ajena.

El Presidente de la República se ha empeñado en consentir al ejército, al que no sólo ha concedido recursos excepcionales en cada presupuesto anual de egresos, sino que ha regalado medios de autofinanciamiento como la operación del aeropuerto o del Tren Maya.

El obsequio de una bolsa de hasta 75 mil millones de pesos, que se repartirán entre quienes gozan del monopolio de la fuerza pública a nivel nacional, no constituye un buen augurio para nadie. El peligro de que la institucionalidad se convierta en una incondicionalidad, amaga la estabilidad política alrededor de la alternancia. No hay episodios de la historia que hayan descrito una manera fácil y pacífica de someter el poder militar al mando civil. Estamos quizás llegando a ese punto de la historia en el que, lamentablemente, podríamos estar leyendo el final de un capítulo de estabilidad.

El proceso legislativo que ya atravesó la primera etapa sigue inconcluso; falta el filtro de la Cámara de Senadores. La moneda sigue en el aire. Deberemos presenciar, ahora, la forma en que nuestros legisladores atienden el sentido de responsabilidad constitucional que les impone su representatividad política y la dignidad de su función.

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