A continuación, compartimos el texto ‘Memorias de una (ex) empleada pública’, escrito en 2019 –tras su jubilación- por la compañera Graciela Guarido, miembro del Equipo de Convenios Colectivos de ATE , Presidenta del Centro de Jubilades ‘Elías Moure’ de la CTA Capital y fallecida hace pocos días. Estas memorias, que fueron leídas durante el velorio de la querida compañera, son un relato de gran relevancia política y militante.

Memorias de una (ex) empleada pública

*Por Graciela Guarido, miembro del Equipo de Convenios Colectivos de ATE y Presidenta del Centro de Jubilades ‘Elías Moure’ de la CTA Capital

No pretendo hacer de estas líneas una obra literaria, son el simple relato de alguien que durante más de treinta años trabajó en un organismo público. Tal vez sirva para que mis compañeros más jóvenes puedan, desde un relato de vida, entender lo vertiginoso de los cambios sociales que, también, nos van configurando y reconfigurando como trabajadores del Estado. Cómo los relatos oficiales nos van marcando, nos van alienando y nos hacen ocupar lugares en la sociedad que ni siquiera sabemos si son los que queremos ocupar.

Mi primera experiencia con el trabajo estatal fue en los 70. Con dieciocho años entré a trabajar a ENTEL, la empresa nacional de telecomunicaciones, en la categoría administrativa más baja. Formaba parte de un grupo de chicos y chicas, casi todos recién salidos del secundario o cursando sus primeros años de universidad. Más que un trabajo, para mí, fue la prolongación de una estudiantina maravillosa, como fue maravillosa para mi generación esos primeros años de la década del ’70. Nos sentimos continuadores del Mayo francés y del Cordobazo, la Guerra de Vietnam nos dolía como propia, admiramos al Che y veíamos a Salvador Allende y al Chile de la Unidad Popular como el camino a seguir. El “Luche y Vuelve” nos movilizaba y la Masacre de Trelew fue el cachetazo que nos hizo sentir, prematuramente, lo que vendría después. Todo esto para explicar que esa etapa de mi vida laboral, fue más de descubrimiento que de conciencia plena de lo que significa ser un trabajador del Estado. No voy a relatar como ese mundo soñado de liberación se rompió en mil pedazos.

Después de 15 años de vivir en el exterior, regresé al país en 1990 con tres hijos pequeños a cargo y un divorcio muy traumático. En ese mismo año ingresé a la Secretaría (también en una categoría administrativa de las más bajas). Por las leyes de ese momento, se ingresaba a la planta permanente directamente, con el simple nombramiento. Así que después de tres meses de un contrato provisorio, ya estaba en planta y con todo lo que eso significaba: estabilidad, obra social, etc.

Y ahí fue cuando empezó a tomar conciencia de la planadora que nos había pasado por encima y que nos había cambiado como sociedad, y por lo tanto había cambiado nuestra perspectiva como trabajadores del Estado. Yo había acompañado desde lejos todo lo que había sucedido, la cruel dictadura, el juicio a las juntas, Malvinas, las plazas de Alfonsín, la hiper. Pero eran relatos de otros. Me dolía tanto mi país que, tal vez como defensa y sin pensarlo mucho, entre mis relaciones más cercanas no se encontraron argentinos y sí chilenos. Una cosa era leer y otra era escuchar de la voz de los protagonistas tanto sufrimiento y conocer, cara a cara, a aquellos que cargaban con sus vidas rotas.

Los primeros tiempos en esta oficina de un subsuelo fueron extraños, yo no diría difíciles, fueron extraños hasta en lo coloquial; escuchaba palabras y frases que jamás había oído (bolonqui, de diez, entre otras). ¡Nadie habló así en los ’70! Y por otro lado, y como se me habían pegado palabras y frases de los chilenos, tampoco me entendieron a mí. Había cambiado hasta el acento, era un híbrido, no era porteño ni provinciano, tampoco era el de un extranjero, era algo raro que cuando conocía a alguien me preguntaban de dónde era. Las charlas políticas que eran de lo más común en esa oficina de ENTEL, ahora eran evitadas. Ya no habia compañeros que entre expediente y expediente llevaran de formar a los mas jovenes.

Pero no sólo eso, al poco tiempo me di cuenta que todo aquello que había sido natural para mi en los años 70, como la solidaridad entre trabajadores, el orgullo de ser empleado público, el encontrarle sentido a la tarea, ya no existía. Cuando comenzaron las privatizaciones y se achicaron las estructuras del Estado, y el relato oficial lo invadió todo, pocos eran los que alzaban la voz en sus lugares de trabajo. Era pregonar en el desierto sosteniendo la postura de que un Estado fuerte es la única garantía de una Nación soberana. Y que la fortaleza al Estado se la dan sus trabajadores, que son la cara operativa de las políticas públicas. Cuando la política es la no política, se hace necesario invisibilizar al trabajador del Estado. Muchos compañeros que compraron el sueño “cuentapropista” del parripollo, la cancha de paddle o de la licencia de taxi, lo hicieron convencidos de que irse con algo de plata era ganarle al futuro.

Y así los que quedaron quedando, se replegaron sobre si mismos. Cuando ingresabas a trabajar en los años 70, la tarea te la enseñaban los compañeros, nadie se preocupaba por esconder información de forma egoísta porque nadie temía perder el empleo, ni ser reemplazado. No estaba en el imaginario de nadie el quedarse sin trabajo, no había listas de despedidos (las negras las listas las implementon las distintas dictaduras, y siempre por razones políticas). Como en toda relación humana existían diferencias, pero el puesto de trabajo no estaba en juego. Podías planificar tu vida porque el trabajo no era una incertidumbre.

Eso comenzó a cambiar en los 90; pasada oleada de privatizaciones y achicamiento apareció en forma incipiente una de las formas de relación laboral más perversas que hay, la de la precarización. Al principio, eran pocos los contratados. La iniciativa privada no conseguía contener a los que se iban incorporando al mercado de trabajo, y la mayoría consideraría como transitorio su paso por el Estado. Eran muy pocos los que por opción querían ser empleados públicos, era un salario a fin de mes y nada más que eso. El trabajar para una multinacional se convirtió en algo aspiracional, era como entrar de lleno a la posmodernidad. Y ahí el sentido social de la tarea del empleado público perdió vigencia.

El individualismo ganó terreno, y el yo salvo como puedo pasó a ser la normalidad. Y entonces llegó el 2001, y el techo se nos cayó nuevamente en la cabeza. El tejido social termino de estallar. Ese tejido social que los empleados públicos sostenían desde nuestros lugares con cada tarea, porque cada una de nuestras tareas son indispensables para hacer efectivo un derecho, se hicieron añicos. El futuro dejó de ser previsible, y nuestra tarea también se relativizó. Si bien como individuos no somos indispensables, nuestra tarea sí lo es. Pero hasta las tareas más indispensables abandonaron de hacerlas los trabajadores del Estado. Atrás de una falsa eficiencia y eficacia se tercearizaron tareas, que a la larga fueron más caras y más precarias que cuando las hacían empleados públicos.

Y en ese sálvese quien pueda los sindicatos, que como organización nacieron para defender los derechos de los trabajadores, en el mejor de los casos tuvieron que salir no a defender derechos y avanzar en la consolidación de un Estado fuerte, sino a defender sencillamente el trabajo , y los derechos de los trabajadores pasaron a un segundo plano. Cuando fueron los despidos masivos de la era Macri, con tal de tener trabajo, muchos trabajadores fueron reintegrados resignando derechos. De ser contratados pasaron a ser monotributistas.

Y la precarización se naturalizó, era preferible facturar a tener que trabajar en negro, si se tenía la suerte de conseguir un trabajo, aunque sea en negro, sin darnos cuenta que también se está pagando para trabajar cuando se paga el monotributo.

Y así llegamos a los días de hoy, y no quiero caer en la falacia de decir que todo el tiempo pasado fue mejor, solo quiero decir que pasaron 50 años de mi primer contacto con la vida laboral, desde un puesto en el Estado, sigo pensando como aprendí en aquellos años, que la solidaridad, la defensa de nuestros derechos, el sentido de la tarea y sobre todo el sentirse parte de un colectivo hacen que me sienta aún jubilada, orgullosamente, trabajadora del Estado.

Ojala que lo haya podido transmitir en este relato, mezcla de historia de vida y declaración de principios.

Graciela Guarido – 2018/2019

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